“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




martes, 25 de mayo de 2010

Ambiguo, atroz, derrotado


El actor y director Ricardo Arias, al frente de Punto 0 Teatro, consigue una potente versión de “Ricardo III”, de Shakespeare, en la que prevalecen las buenas actuaciones y la morfología de la tragedia


LA TRAGEDIA DE RICARDO III
Dramaturgia: versión libre de “Ricardo III”, de Shakespeare
Dirección: Ricardo Arias
Actúan: Gustavo Guirado, Paula García Jurado, Laura Copello, Ana Tallei, Jorge Ferrucci, Yanina Mennelli, Gustavo Sacconi, Mauro Carreras y Luisina Zampa
Sala: La Manzana (San Juan 1950), domingos a las 20.30



Por Miguel Passarini
Los recuerdos de las tragedias isabelinas están presentes siempre, y parece que el teatro contemporáneo no puede borrar las huellas que dejó Shakespeare, el autor que descubrió que en la escena, como en la vida (de donde solía tomar las historias que luego recreaba), deben convivir las virtudes, misterios, vicios y miserias de los seres humanos. Todo está en esos textos marcados por ambigüedades y atrocidades, todos los conflictos posibles aparecen allí, incluso aquellos que parecieran inimaginables o “invisibles”. Sólo hay que saber leerlos, desmembrar sus parlamentos y accionar en su “contra” para poder sacar a la luz su esencia, y entonces las resonancias en el presente se vuelven inevitables.
Acaso el paradigma de las tragedias, incluso por encima de Hamlet porque aquí el protagonista, a diferencia de éste que es una víctima, hegemoniza la maldad, sea Ricardo III, texto que ha encontrado en la ya transitada versión de Punto 0 Teatro estrenada el año pasado y por estos días recorriendo sus últimas funciones (al menos por el momento), un extraordinario modo de acercarse al presente con contundencia y sin manierismos.
Hay un relato de ficción y uno real: una especie de metateatro que se agrieta, para dar paso a las formas de la tragedia. Los actores anuncian lo que vendrá (“el que avisa, no traiciona”, asegura el dicho popular), adelantan que el mal se hará presente allí, pero lo que importa es la forma de un sustento narrativo que abrevará en el pasado pero que se dejará seducir por las resonancias que esas narraciones trágicas tienen en el presente.
Y entonces Ricardo III, traicionero y vil pero dueño de uno de los discursos más ricos en matices y contradicciones que haya escrito Shakespeare, no mostrará demasiadas diferencias con un político en campaña, al que no le importará quién quede en el camino con tal de lograr su objetivo: la corona (o el sillón de Rivadavia), incluso “dibujando” los votos a su favor. Ni su propia sangre derramada (la de sus hermanos y sobrinos, como la de otros integrantes de su familia), ni el dolor inconcebible de su madre, ni el derrotero aciago de Isabel, ni el padecimiento de la pobre y confusa Ana, ni las maldiciones de Margarita heredadas por generaciones, ni las jugadas sin respuestas de sus acólitos más entregados (los mismos que sugieren “contestá que no pero aceptando”), entre otros tormentos, alcanzarán para correrlo del camino, y mostrarán su verdadera dimensión, el ansia desmedida de poder, acaso el más oscuro y al mismo tiempo revelador costado del relato shakespeareano, que adquiere en esta puesta su carácter multiplicador, incluso contando todos los personajes. Para lograrlo, Arias “superpone” algunos en un mismo actor, con mínimos cambios de vestuario, independientemente de que el vestuario tampoco es aquí tan importante, sino una forma de “aproximación” a los personajes y a la historia, una manera de “expresarlos”, de pararlos en escena.
El actor y director Ricardo Arias, conocedor de la obra de Shakespeare (dirigió una recordada versión de Macbeth, al frente de La Cicuta, a mediados de los 90, y ensaya Rey Lear), partió de una de las premisas del crítico, teórico y analista de la obra del Bardo que aparece entre los más encumbrados y revisionistas, se trata del polaco Jan Kott, quien dijo: “Shakespeare es como el mundo o como la vida, cada época encuentra en él lo que busca o quiere ver”.
Así, con actuaciones jugadas en un filo que va desde la introspección hasta la exaltación, cada actor trabaja con una poética propia pero asociado a una trama intrigante que no se corre de su objetivo y en la que están permitidas las disgresiones y lo que pudieron aportar las improvisaciones, en el contexto de un elenco parejo, de grandes actores locales, en el que se destaca Gustavo Guirado como Ricardo III, jugando entre lo paródico y lo ridículo un personaje deformado (física y psicológicamente), de una personalidad inaccesible e inclasificable, de enorme teatralidad.
Todos los personajes están allí, encima del público, dialogan, rompen la cuarta pared, están singularmente humanizados: respiran porque son humanos, la maldad es un sentimiento humano y la maldad está en ellos, aunque en cada caso toma formas diferentes, según la tragedia los va golpeando o involucrando.
La presente versión sirve, entre otras cosas, para repasar cuestiones ligadas con los valores de la familia frente al poder y la imposibilidad de concreción de proyectos “inclusivos” que siempre se ven desvanecidos por los intereses particulares (vaya paradoja en el presente). Del mismo modo, pone en tela de juicio el rol de la Iglesia y la supuesta creación de una nueva Inglaterra (¿un nuevo mundo?), con el agónico y derrotado Ricardo quien tras pronunciar la famosa frase “¡mi reino por un caballo!”, muere para dar paso a una nueva era, no menos sangrienta y también llena de promesas incumplidas.
Arias alcanza con esta puesta un trabajo maduro, inquietante y para nada pretencioso, con el que entiende cuál es hoy el verdadero sentido de poner en escena Shakespeare, porque deja en claro, por encima de todo, que sus tragedias piden ser revisadas, que sus maravillosos textos requieren de resignificación poética, pero también que el texto “lo es todo”, que no hay recurso ni humano ni tecnológico que consiga igualar semejante proeza estilística; sólo es imprescindible la inteligencia necesaria para saber cuál es el procedimiento para transitarlo y no terminar siendo una víctima más de la tragedia, quizás no de la daga de Ricardo, sino de la filosa pluma del autor.
En esta versión de Ricardo III, que con el correr de las funciones en dos temporadas ha logrado nivelar las intensidades y necesidades que requiere un texto semejante, no se ve sangre, no se juega lo trágico desde el recurso realista, pero sí desde su morfología: la tragedia, aunque “actuada”, está siempre latiendo, y acaso se trate del mayor logro de este trabajo, que no olvida que es teatro, pero tampoco olvida que la realidad puede ser aún mucho peor.
De un modo u otro, la puesta de Arias hace honor a las palabras del maestro Peter Brook cuando escribió: “Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.

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