“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




domingo, 22 de agosto de 2010

La soledad como revelación




El actor Mike Amigorena, dirigido por Alejandra Ciurlanti, concreta una conmovedora e impactante versión del emblemático texto “La noche antes de los bosques”, del escritor francés Bernard-Merie Koltès

Ficha técnica
Autor: Bernard-Marie Koltès
Traducción: Silvana Stabielli
Dirección: Alejandra Ciurlanti
Actúa: Mike Amigorena
Escenografía: Alberto Negrín
Luces: Eli Sirlin
Diseño sonoro: Guillermo López
Música original: Iván Wyszogrod
Sala: El Círculo, viernes y sábado

(Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel, del lunes 23)

Por Miguel Passarini

A corazón abierto y desgarrado, dispuesto a un nivel de entrega inusual para cualquier actor, pero sobre todo para uno que ya se ha consagrado y que se perfila entre los más interesantes y talentosos de su generación, porque entiende realmente por dónde va la actuación, dado que demuestra saber de qué se trata.
Así, Mike Amigorena confirma con su trabajo en La noche antes de los bosques, que viernes y sábado se presentó en el teatro El Círculo en el marco de una gira nacional luego de varios meses de temporada porteña (se estrenó en enero de este año), que la actuación, como decía Artaud, es ese punto intermedio entre la vida y la muerte, ese instante previo a todo, un momento “sagrado”, sobre todo si se elige correr el altísimo riesgo de ponerle el cuerpo a un texto como La noche antes de los bosques (o La noche justo antes de los bosques, en el original), del dramaturgo francés Bernard-Marie Koltès, un escrito sangrante, en primera persona, un tratado críptico y sinuoso sobre el sentido de la vida (“un monólogo de balance”, según el propio Amigorena), sobre la marginalidad, sobre el dolor y, en particular, sobre la pérdida, el abandono y la angustia, aunque sin puntos fijos, sin destino aparente, recortado y anárquico, lleno de preguntas dolorosas que, irremediablemente, quedan sin respuestas.
De todos modos, eso que la noche guarda celosamente, el actor lo pone en voz alta y frente al público, para que esas preguntas sigan dando vueltas en la cabeza de quienes las escuchan.
Un hombre perdido en la espesura de la noche, un “extranjero” en otras tierras, se va reencontrando con sus fantasmas, aunque en un primer momento crea ver a alguien con quien entabla un diálogo de respuestas silentes. Son momentos de su vida que lo marcaron, son esos instantes perniciosos que siempre están volviendo a la cabeza de cada uno para no hacer otra cosa más que daño.

Independientemente de la anécdota que lo llevó a iniciar semejante viaje, él está allí, omnipresente, pero nadie sabe su nombre, sólo que ha sido abandonado, en primer lugar por su madre, a la que buscará por los puentes de París, y después por el resto de la humanidad que como a tantos otros le suelta la mano.
Todo está dispuesto: la noche también está allí, “justo antes de los bosques”, porque el extraordinario dispositivo escénico la deja entrever, presentir, del mismo modo que a la lluvia o a la espesura de los árboles que terminarán “encerrándolo”.
La escenografía de Alberto Negrín no es para nada innovadora, pero sí da sentido a la puesta: un cortinado circular translucido engrandece las estupendas luces diseñadas por Eli Sirlin (como pocas, alguien que sabe acompañar la dramaturgia con sus propuestas), a lo que se suman una serie de proyecciones y el apabullante universo sonoro que encuentra en la música compuesta por Iván Wyszograd la mejor compañía para el desmesurado trabajo del actor, nunca más solo en escena, porque el personaje narrado por Koltès encarna a la soledad misma.
Estrenado en 1977 por el propio autor, La noche antes de los bosques se revela como un texto anticipatorio, de inmanente vigencia: encierra la tristeza y la zozobra propias de alguien que ha vivido en la post Segunda Guerra europea (nació en 1949), pero también el presagio de alguien que parecía saber (al menos en parte, así lo devela su escritura) que se iba a morir joven. Y así fue: en 1989, con 40 años, dejó de existir a causa del Sida. Pero quedó su obra, manifiesta, quebrada, también anticipatoria de un mundo habitado por seres humanos cada vez más despersonalizados por el avance de una tecnología que, detrás de su supuesto intento de acercar, aleja fatalmente, lo que vuelve a la obra universal y de una vigencia apabullante.
En ese contexto, con todos esos elementos en el cuerpo y en la cabeza, Mike Amigorena actúa, pero no sólo eso. Llega a un nivel de intensidad con el texto que le pasa por el cuerpo, lo atraviesa, se ve el dolor. Así, además de actuar, baila y canta maravillosamente, se enoja, duda, acciona contra el nihilismo de una escritura salvaje y voraz. También, saca a relucir el escepticismo de Koltès ante la imposibilidad de un mundo que cambie: el personaje está perdido pero a la vez “encerrado” (literal y simbólicamente), siente cómo el mundo mira de reojo su anarquismo ostensible, habla, habla y habla; dispara con las palabras y mira a los ojos: porque el dispositivo escénico permite que una veintena de espectadores estén allí, a centímetros de él, sentados en el mismo escenario, en lo que se revela como una experiencia compleja de describir pero, al mismo tiempo, sublime y maravillosa.
Más tarde, en medio del balance, hablará del sentido del trabajo y la responsabilidad, frente al placer del ocio tirado en el pasto; del significado de la palabra exclusión, del sentido de la felicidad y la pertenencia, del valor de lo material frente a eso más “intangible” que ofrece la vida. De todos esos pasajes, de esos momentos de dolor y fragilidad, Amigorena sale airoso, navega contra la corriente y consigue desenterrar la esencia del Koltès más visceral y verdadero.
Pero no conforme con Koltès y con la inteligente puesta que ha hecho de su obra la directora Alejandra Ciurlanti (Los padres terribles, Dios perro), Amigorena será, en 2011, Hamlet, de la mano de Juan Carlos Gené: qué mejor que su ambigüedad manifiesta, su voz profunda y grabe, y su inagotable galería de recursos, para prestarle el cuerpo al que quizás sea el más perturbado de los personajes shakespeareanos.

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