“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




sábado, 2 de julio de 2011

Entre gritos y susurros




CRÍTICA TEATRO. Pompeyo Audivert conmociona con la performance “Museo Ezeiza”, sobre la masacre de junio de 1973, que esta noche a la 21, ofrece la última función en el CEC, con entrada gratuita

Por Miguel Passarini (Publicado en El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del sábado )
Despojos mudos de una tragedia cercana reaparecen incandescentes, crudos, como a través de un acto metafísico, en un espacio simbólico que puede entenderse como un museo, independientemente de que su creador, el talentoso teatrista porteño Pompeyo Audivert, considere que el museo “es siempre una máquina mitologizadora de la burguesía”.
Los objetos están allí, apoyados sobre un montón de cuerpos ocultos bajo lienzos que de un momento a otro asumirán el compromiso de volver a decir aquello por lo mismo que los dueños de esos mismos objetos (hoy fetiches) fueron silenciados hace 38 años.
El caos de lo preformativo, lo arbitrario de la elección de un recorrido cuyo interés y valor serán directamente proporcional a la percepción de la propuesta, son los ejes por los que discurre Museo Ezeiza, valioso proyecto de la Escuela Provincial de Teatro y Títeres Nº 5029 que esta noche, a las 21, ofrecerá su última función gratuita en el CEC (Paseo de la Artes y el río), luego de presentarse jueves y viernes, y del que participan alrededor de 60 personas entre artistas rosarinos y porteños.
Los espectadores-partícipes ingresan a un museo que respira, la consigna es caminar, “circular”, no detenerse. Una vez allí, los objetos que laten en los cuerpos de los actores-performers tomarán la palabra, y habrá que acercarse para escuchar quién es cada uno y qué es aquello que tienen para decir, siempre y cuando no llegue alguien para volver a silenciarlos.
Así, un pasaporte, un documento, una bicicleta, una carta, una cubierta de auto, la emblemática imagen de Perón y Evita vestidos de gala o banderas celestes y blancas ajadas por el paso del tiempo o ensangrentadas, entre muchos otros objetos, “toman” la palabra por asalto luego de haber sido encontrados en el gran escenario trágico de Ezeiza del 73.
Lo objetual de un museo, cierta necrofilia propia de la argentinidad que se palpita en cada rasgo de la puesta, aquello ante lo que cada uno se detiene tratando de encontrar el significante, a diferencia de un museo tradicional, aquí está vivo, y por lo mismo se vuelve irremediablemente perturbador para quien lo mira o escucha. Es decir: no es cualquier museo, porque están allí, “conviviendo”, los despojos de la memoria de una tragedia que marcó una bisagra en la historia del movimiento peronista (tan vasto, rico y contradictorio) como fue la Masacre de Ezeiza del 20 de junio de 1973, el día en el que Perón regresaba al país tras 18 años de exilio, y militantes del movimiento, de izquierda y de derecha, se enfrentaban en una contienda que dejó muertos y heridos y mucho sabor a fracaso.
Pero es aún más perturbador el hecho de pensar que aquellos que hoy prestan sus cuerpos a esos “objetos” que hablan, tienen la misma edad (o parecida) que muchos de aquellos que soñaron con un país diferente, y que aquél 20 de junio esperaban el regreso del General con la esperanza de que esa construcción fuera posible, más allá de que, entre traiciones y abandonos, la más sangrienta dictadura de la que se tenga memoria comenzaba a gestarse, y se agazapaba para arremeter unos pocos años después.
Pero todo se singulariza aún más si se tiene en cuenta que el museo late a instancias de un país donde izquierda y derecha peronista han vuelto a afrentarse. Así, entre la conmoción y la consternación, quienes ingresen a este museo-instalación se encontrarán con un fárrago de recuerdos dolorosos, más allá de que el director priorice su forma de producción poetizante por encima del acontecimiento histórico.
De este modo, los gritos y susurros de una generación que se vio traicionada vuelven al presente en medio de una agonía con final conocido, que es acompañada por un coro de voces que a modo de canción fúnebre tararea la “Marcha peronista”. Todos, como aquellos, van camino a un palco, aunque sin fuerza, sin la intención original de mostrar un poder que ahora se desvanece frente a las estrofas de “Fuiste mía un verano”, una canción de Leonardo Favio, gran protagonista de la gesta original, que remata con la lapidaria frase “otra vez será”.

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