“Para nosotros, los del teatro, es importante regresar a Shakespeare por un momento. Después, volver a hacer nuestras propias cosas dándonos cuenta de que nada de lo que podamos hacer podrá llegar a ser tan bueno. Este sentido de la perspectiva no es desalentador, es una inspiración”.



Peter Brook




domingo, 7 de agosto de 2011

Entre la euforia breve y el desasosiego profundo


CRÍTICA TEATRO

La actriz y cantante Virginia Innocenti, junto al pianista Diego Vila, reconstruye en “Dijeron de mí”, momentos de la vida de la inolvidable Tita Merello, haciendo gala de su enorme talento y sensibilidad

DIJERON DE MÍ
Dramaturgia: Virginia Innocenti
Dirección: Luciano Suardi
Actúa: Virginia Innocenti
Músico en escena: Diego Vila
Sala: Broadway
Foto: Marcelo Manera

Por Miguel Passarini (Publicado por El Ciudadano & la gente, en su edición en papel del lunes 8 de agosto de 2011)
Lo dicho, dicho está. La historia es inmodificable, y hay un dolor latente que trasciende la gloria y la muerte. Tita, la de Buenos Aires, la de todos, la de la gente, la solitaria, la abandonada, la estrella del Bataclán y del Maipo, la “vedette rea”, la que amó con locura y no fue correspondida, la que cantó los tangos que la narraron, la que mandó a las “muchachas argentinas” a hacerse el Papanicolau, la que dejó todo y se recluyó para morir; todas esas están en el cuerpo y en la presencia escénica de Virginia Innocenti, mucho más que una actriz que canta; por encima de todo, una artista que entiende a la claras de sensibilidades, dolores y pasiones, y que las puede expresar a través de su maravilloso arte.
Dijeron de mí (el tiempo pasado en el título pone de manifiesto algo que ya no tiene remedio), que el viernes se presentó en el Broadway por primera vez fuera del escenario del Maipo Kabaret que lo vio nacer en 2010, es un unipersonal que por momentos sobrevuela y en algunos pasajes se sumerge en las profundidades de la vida de la actriz y cantante Tita Merello, de la mano de otra actriz y cantante, Virginia Innocenti, quien además tuvo a su cargo la investigación y escritura de la dramaturgia de una propuesta en el que, como pasa pocas veces, acción dramática, parlamentos, canciones, música y dispositivo escénico hablan un mismo idioma y regalan al espectador la posibilidad de redescubrir la esencia de una artista única.
Es el 24 de diciembre de 2002, víspera de una Navidad distinta en la que Tita, cansada de tantas navidades en soledad, y con 98 años, decide partir para siempre. Una profusión de voces deja oír claramente la de la Tita de los comienzos, cuando debutó con apenas 16 años, del mismo modo que la de la más irreverente, la de la Tita consejera de la televisión (“yo nunca he cantado, yo he dicho”, se oirá), la del cine, la voz de la mujer que al final del camino recuperó la fe y se volvió casi mística.
Innocenti se propone recrear un personaje que sin forzar imitaciones incómodas, poco a poco, se vuelve Tita en escena. Jugando con el imaginario colectivo y apelando a un parecido físico notable (tanto en la contextura corporal como en lo que el maquillaje logra en su rostro), la actriz arranca un viaje en el que cada canción (16 en total) es el sustento de una acción dramática que repasa con singular revisionismo los momentos culminantes de una vida que del mismo modo que brillaba en lo público se apagaba en lo privado.
Sin excesos, con muy pocos recursos (apenas unos objetos escénicos como una mesa, una silla y un telón), y con la notable presencia del pianista Diego Vila, Innocenti arranca cantando “Niebla del Riachuelo”, como primer mojón de un viaje en el que aparecerán canciones que, entre letras y partituras de un repertorio ecléctico, se revelarán como una singular biografía musical hecha a mano y corazón.
Así, en medio de recuerdos que deambulan entre la alegría y la tristeza, y por momentos, entre la euforia breve y el desasosiego profundo, “La milonga y yo” sirve de puente para que aparezca la Felisa Roverano de “Arrabalera”, en medio de relatos de deseos suicidas a puerta cerrada y una “Tita en el País de las Maravillas” que brillaba en las marquesinas porteñas, enamorada de un hombre público que se casó con otra.
Haciendo eje en esos tangos y milongas que la hicieron deslumbrar en el cine, “Cambalache”, de Enrique Santos Discépolo, es otro puente que termina en la alegre “Pipistrela”, independientemente de que en el transcurrir quede más que claro que “no hay maquillaje que tape la tristeza en la mirada”, como dirá esta “narradora” que juega a ser la Merello, y que cada tanto dice al público, en medio de risas y saltos al vacío, “yo la conocí, ella me lo contó”.
Tanto es así, que en todo momento prevalece la sensación que, desde algún lugar, la estrella porteña de todos los tiempos le susurrara al oído una aprobación que, de antemano, cuenta con el apoyo del público, que a lo largo de los 70 minutos que dura el espectáculo parece estar en un permanente estado de conmoción.
De paso por “Milongón porteño”, que brilló en la versión que Tita cantó en Filomena Marturano, en 1949, también serán de la partida “Tata, llevame pal centro”, “Dónde hay un mango”, “Me enamoré una vez”, una hermosa versión de “Llamarada” y otra, maravillosa e intensa, de la milonga “Graciela oscura”, que como ninguna parece pintar el universo de la verdadera Laura Ana Merello, una mujer “que crece entre manos que castigan”, como dice la letra.
De este modo, con idas y vueltas en tiempo y espacio, el espectáculo se vale de la fuerte organicidad de una actriz que con su enorme talento tapa todas las “costuras” de un hilo dramático que la lleva de hablar a cantar, siempre poniendo delante la intensidad de su interpretación y haciendo gala de una voz sutil pero intensa.
Tanto es así, que más allá de todo el recorrido, lo más entrañable de este espectáculo es el enorme trabajo de reconstrucción estético-dramática hecho por Innocenti, donde también se ve la mano del director y actor rosarino Luciano Suardi, que con sensibilidad supo llevarla a esos lugares a los que ella quería llegar para que el concepto del espectáculo, esa idea fundante de una actriz-cantante que “le presta” su cuerpo a otra para volver a vivir en escena varias décadas de una vida plagada de contradicciones y momentos maravillosos, tuviera real sentido.
En ese trascurrir, las marcas de los sucesivos abandonos y quizás como única compañía la del perro Corbata, son puestas de manifiesto por una actriz que parece poder con todo, incluso con un escenario enorme y un auditorio aún más grande, como el del Broadway, que multiplica varias veces el ámbito en el que fue concebido el espectáculo. Desde allí, desde ese lugar casi de soledad, la actriz “azuzó” a la platea con su ductilidad para pasar de la Tita de 16 años a la de 40 o a la de 98, en uno de los pasajes más conmovedores de la puesta donde describe su partida. La vuelta, con una boa de plumas y un esplendor que no casualmente parece traerla desde el “más allá”, son un regalo extra: hay paz en ella, una paz tan deseada en la que los recuerdos, los felices y los más dolorosos, parecen haber quedado atrás definitivamente.

1 comentario:

  1. Que garrón perderme este espectáculo después de leer tu apasionada y tan exquisita devolución ,ojalá vuelva pronto,siempre me pareció una actriz talentosa la Virginia, todo un desafío meterse en la piel de ese mito argentino. El que lea tu nota se quedará con las ganas de verla, ese es otro gran aporte de una mirada tan atenta e informada como la tuya, otra felicitación querido amigo
    Julio Cejas

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